Los
Reyes Magos
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea,
bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y
preguntaron: ¨¿Dónde está el rey de los Judíos que acaba nacer? Porque vimos su
estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo…Herodes mandó a llamar
secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que
había aparecido la estrella, los envío a Belén, diciéndoles: Vayan e infórmense
cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que
yo también vaya a adorarlo. Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella
que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde
estaba el niño.
(Mateo 2,1-2; ver también 2,3-6 y 10-12)
Era
un grupo de hombres con capacidad de soñar. Con capacidad de mirar las
estrellas y largarse a andar. Hombres rastreadores de signos, con capacidad de
reconocer a Dios en lo pequeño.
Se
necesitaba tener bien ubicadas las estrellas para tener la capacidad de
reconocer en ese brillo nuevo un signo distinto: un llamado. Lo que permitió a
esos hombres soñadores reconocer en esa estrella nueva la capacidad de ser
guía, fue el conocer la finalidad y el movimiento de todas las demás estrellas
que poblaban su cielo. Para poder descubrir esa noche la estrella signo:
¡cuántas noches habían pasado en la fidelidad a las estrellas ordinarias!
Además,
eran hombres con esperanza. Habían intuido que algo estaba por suceder: que
estaba por nacer un gran Rey. Fue por eso que frente a ese brillo distinto y
nuevo, interpretan su mensaje y se largan a andar.
Mientras
van por el desierto, bajo un cielo de estrellas conocidas, siguen el rumbo de
su estrella siempre hacia el oeste. Es entre los hombres donde se desorientan.
Pensaron que el gran Rey tenía que nacer en la
Gran Ciudad de los hombres, y por eso estos
hombres dejaron de fiarse en su estrella y entraron en la ciudad. Allí el
brillo de las luces de la ciudad de los hombres les eclipsó el brillo de las
estrellas y perdieron su estrella guía.
Tal
vez pensaron que ya habían llegado, o que ya no la necesitaban más.
Pero
tuvieron que darse cuenta de que en la ciudad de los hombres nadie se había
enterado del nacimiento del Gran Rey ni tampoco habían reparado en su estrella
guía. Porque en la ciudad de los hombres, los hombres estaban demasiado
ocupados en cosas importantes como para perder el tiempo con las estrellas,
fueran éstas viejas o nuevas.
Pero
estos reyes magos fueron leales en su búsqueda. Porque si bien era cierto que
los hombres de la ciudad (los políticos, los jefes religiosos, los estudiosos
de la verdad) no sabían que había nacido el Gran Rey, sin embargo los sabios
del naciente sabían que estos hombres tenían los elementos que los podrían
orientar a ellos en su búsqueda. Los elementos que esos hombres les dieron a
ellos, indicaban a Belén, la pequeña entre las ciudades del pueblo, como la
dirección. Evidentemente los hombres no les entregaban una solución cómoda,
pero volvían a ponerlos en camino a nuestros reyes magos. Y eso es en general
todo lo poco que pueden hacer los hombres frente a otros hombres que buscan a
Dios: ponerlos en camino.
-Vayan;
averigüen exactamente todo; y después vengan y cuéntennos para que también
nosotros vayamos.
Y
los reyes magos, soñadores y estrelleros, vuelven a montar sus camellos
arenosos detrás de una esperanza. Y al poco andar, recuperan su estrella, y con
ella la alegría. Y también su capacidad de reconocer a Dios en lo pequeño y
adorarlo.
Avisados
en sueños regresaron a su tierra por otro camino. ese regreso a su querencia, a
su tierra, sólo fue posible en ese camino nuevo, por su conocimiento de las
estrellas. De esas estrellas viejas, esas que ellos conocían de sus noches de
desierto. Esas estrellas que tal vez no podían conducir a Cristo, porque Cristo
es una realidad nueva distinta de la vieja dirección de las estrellas. Pero que
en cambio permiten a los hombres que se han encontrado con Cristo, regresar a
su tierra por un camino nuevo, con la alegría ocupando el lugar del oro, el
incienso y la mirra dejados allá.
Mamerto Menapace, Fieles
a la vida
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