lunes, 6 de enero de 2014

Fiesta de la Epifanía

Los Reyes Magos



Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: ¨¿Dónde está el rey de los Judíos que acaba nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo…Herodes mandó a llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envío a Belén, diciéndoles: Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a adorarlo. Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño.
(Mateo 2,1-2; ver también 2,3-6 y 10-12)



Era un grupo de hombres con capacidad de soñar. Con capacidad de mirar las estrellas y largarse a andar. Hombres rastreadores de signos, con capacidad de reconocer a Dios en lo pequeño.
Se necesitaba tener bien ubicadas las estrellas para tener la capacidad de reconocer en ese brillo nuevo un signo distinto: un llamado. Lo que permitió a esos hombres soñadores reconocer en esa estrella nueva la capacidad de ser guía, fue el conocer la finalidad y el movimiento de todas las demás estrellas que poblaban su cielo. Para poder descubrir esa noche la estrella signo: ¡cuántas noches habían pasado en la fidelidad a las estrellas ordinarias!
Además, eran hombres con esperanza. Habían intuido que algo estaba por suceder: que estaba por nacer un gran Rey. Fue por eso que frente a ese brillo distinto y nuevo, interpretan su mensaje y se largan a andar.
Mientras van por el desierto, bajo un cielo de estrellas conocidas, siguen el rumbo de su estrella siempre hacia el oeste. Es entre los hombres donde se desorientan. Pensaron que el gran Rey tenía que nacer en la Gran Ciudad de los hombres, y por eso estos hombres dejaron de fiarse en su estrella y entraron en la ciudad. Allí el brillo de las luces de la ciudad de los hombres les eclipsó el brillo de las estrellas y perdieron su estrella guía.
Tal vez pensaron que ya habían llegado, o que ya no la necesitaban más.
Pero tuvieron que darse cuenta de que en la ciudad de los hombres nadie se había enterado del nacimiento del Gran Rey ni tampoco habían reparado en su estrella guía. Porque en la ciudad de los hombres, los hombres estaban demasiado ocupados en cosas importantes como para perder el tiempo con las estrellas, fueran éstas viejas o nuevas.
Pero estos reyes magos fueron leales en su búsqueda. Porque si bien era cierto que los hombres de la ciudad (los políticos, los jefes religiosos, los estudiosos de la verdad) no sabían que había nacido el Gran Rey, sin embargo los sabios del naciente sabían que estos hombres tenían los elementos que los podrían orientar a ellos en su búsqueda. Los elementos que esos hombres les dieron a ellos, indicaban a Belén, la pequeña entre las ciudades del pueblo, como la dirección. Evidentemente los hombres no les entregaban una solución cómoda, pero volvían a ponerlos en camino a nuestros reyes magos. Y eso es en general todo lo poco que pueden hacer los hombres frente a otros hombres que buscan a Dios: ponerlos en camino.
-Vayan; averigüen exactamente todo; y después vengan y cuéntennos para que también nosotros vayamos.
Y los reyes magos, soñadores y estrelleros, vuelven a montar sus camellos arenosos detrás de una esperanza. Y al poco andar, recuperan su estrella, y con ella la alegría. Y también su capacidad de reconocer a Dios en lo pequeño y adorarlo.
Avisados en sueños regresaron a su tierra por otro camino. ese regreso a su querencia, a su tierra, sólo fue posible en ese camino nuevo, por su conocimiento de las estrellas. De esas estrellas viejas, esas que ellos conocían de sus noches de desierto. Esas estrellas que tal vez no podían conducir a Cristo, porque Cristo es una realidad nueva distinta de la vieja dirección de las estrellas. Pero que en cambio permiten a los hombres que se han encontrado con Cristo, regresar a su tierra por un camino nuevo, con la alegría ocupando el lugar del oro, el incienso y la mirra dejados allá.


Mamerto Menapace, Fieles a la vida